Hace dos años, mi hermano pasó por una situación laboral complicada. Tenía una jefa totalmente tóxica, y cada conversación que teníamos giraba en torno a su trabajo y a lo mucho que esto estaba afectando a su vida, tanto profesional como personalmente.
Su jefa era una persona muy destructiva y desmoralizadora. Tenía una actitud de crítica constante, desvalorizando el trabajo y los esfuerzos del equipo, y siempre bajo una microgestión excesiva. Supervisaba cada detalle de manera obsesiva y además tenía un estilo de comunicación bastante agresiva y despectiva.
Eso daba lugar a un clima de miedo y desconfianza en el equipo, y es que el impacto de un jefe tóxico no se limita solo a la eficiencia laboral, sino que penetra en la moral y el bienestar emocional de los empleados. La falta de reconocimiento y apoyo, junto con una carga de trabajo irrazonable y expectativas poco realistas, es una bomba que da lugar a una experiencia desalentadora y agotadora por parte del equipo.
En el caso de mi hermano, lo peor era que fuera del trabajo seguía sintiendo esa tensión y llegó un punto en el que claramente estaba afectando a su salud mental: ansiedad continua, irritación excesiva por cualquier cosa, inseguridad y, por supuesto, una mala rutina de sueño. Casi todos los días se despertaba a mitad de la noche, pensando en lo que le esperaba al día siguiente.
Para lidiar con esta situación, mi hermano intentó varias estrategias, como establecer límites o buscar formas de comunicarse con su jefa de manera efectiva, sin que nada de esto funcionara demasiado bien. También empezó a documentar las interacciones y comentarios negativos como una forma de tener un registro, en caso de que decidiera tomar acciones más formales. Pero, en el fondo, ¿todo eso para qué?
Todo su entorno le animábamos a que dejara la empresa, pero le costó muchísimo, no solo porque le gustaba su trabajo, sino porque le generaba mucho miedo enfrentarse a la inestabilidad económica y a la incertidumbre de estar en paro. Sin embargo, finalmente lo hizo. El día más inesperado tomó la decisión y presentó su baja voluntaria.
Ningún trabajo, por seguro o cómodo que parezca, merece la pena si conlleva un coste de ansiedad diaria y malestar emocional. Así que dejar un trabajo en estas circunstancias no es un fracaso, sino un acto de autocuidado y valentía. Es un paso hacia el respeto propio y la búsqueda de un entorno donde podamos crecer y ser valorados.
A día de hoy, mi hermano trabaja en otra empresa y recuerda aquella decisión como una de las mejores de su vida.